Ya nos avisa la famosa cita evangélica que a la gente se le conoce por lo que hace, no por lo que dice. Eso, que en los demás nos parece tan obvio, no se nos ocurre que también cuenta para nosotros, que somos siempre la primera víctima de nuestros engaños.
Para mentir a los demás hace falta habilidad, pues ya están a la defensiva; a nosotros mismos nos convencemos fácilmente de cualquier cosa, basta con que tengamos ganas de creerla. Y una vez estamos persuadidos de algo, ¡qué difícil es hacernos cambiar de opinión!
Esta autocomplaciente costumbre de contarnos lo que queremos oír hace más costoso averiguar nuestras verdades que barruntar las de los otros. De ahí que el Oráculo de Delfos aconsejara a los que acudían para pedirle augurios futuros que empezaran por conocer bien lo que son en el presente. Solemos mirarnos en el espejo, sí, incluso demasiado, pero lo hacemos con los ojos de Narciso, corroborando lo estupendos que somos.
Y en efecto somos estupendos, pero no por lo que creemos; no porque seamos los más guapos o los más inteligentes o los más de lo más, sino porque poseemos eso que tememos tanto que nos falte: somos seres dignos y valiosos, y merecemos ser amados. ¿Alguna otra cosa valdría la pena sin eso? En cuanto a lo mucho que nos queda por aprender, los hechos lo dirán.
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