Perseverar, con ser imprescindible, nunca es suficiente: hace falta noción, criterio y arte. ¿De qué sirve una larga travesía que no sabe adónde va? ¿O un trabajo arduo pero contradictorio? ¿O un meticuloso mal gusto?
No, querer no siempre es poder, ni siquiera cuando atañe a lo posible. Pero insistir ya es una fuerza, aunque falte todo lo demás. Por algo dice el refrán que el que la sigue la consigue: no porque baste con ello, ni siquiera porque necesariamente amplíe las probabilidades; pero el que no ceja invoca, al menos, la suerte del idiota: estar ahí cuando sale la oportunidad, empujar en el instante en que cede la puerta, cazar al vuelo la ocasión cuando asoma.
La fuerza del perseverante es la presencia. Tal vez cuente con otra potencia obvia: la de ir ahondando la brecha; ¿y si, después de todo, hubiera agua? Y funda la pujanza de la fe. El escéptico, en efecto, asienta su fe en la obstinación. Puede acabar despeñándose, puede suceder que todo haya sido en vano; pero incluso entonces habrá labrado una senda de alegría, de optimismo, de sentido, que le habrán iluminado la vida y quizá le hayan servido para otros triunfos. Hay perseverancias vanas, pero incluso esas son felices, incluso esas convocan cómplices insospechados, como en la fábula del viejo loco que movió las montañas.
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