Lyotard habló en los años 80 del fin de los grandes relatos; algo parecido proclamó el gran Foucault. El proyecto colectivo pierde fuerza bajo el individualismo.
Es como si en lo colectivo hubiésemos llegado al final. Un proyecto de emancipación como el marxismo se nos hace caduco y poco creíble. Ya no se trata de abolir la sociedad de clases: en el capitalismo triunfante, se trata de que cada cual consiga en ella un sitio lo más cómodo posible. Lo colectivo se limita a alguna que otra veleidad nacionalista. Lo público se reduce a un Estado gestor y paternalista (y cada vez menos: el neoliberalismo desmantela y privatiza el Estado del bienestar).
Sin proyecto, sin sueño, sin utopía, la colmena urbana se ha convertido en un monstruoso amasijo de nichos, donde los individuos viven apretujados pero cada uno en lo suyo. Nunca dependimos más unos de otros, y nunca nos ignoramos tanto mutuamente. Es como si, convencidos ya de nuestra impotencia, nos hubiésemos sentado a verlas venir, y, mientras tanto, nos resignáramos a aprovechar el momento sin mirar mucho más allá. El lema es Carpe diem, pero sin la alegría y el vitalismo que le imprimía Horacio, más bien como quien se encoge de hombros y ya no espera nada. Quizá tengamos que redescubrir los problemas importantes para que nuestras preocupaciones dejen de ser triviales.
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