La filosofía implica un esfuerzo de sinceridad, en especial con uno mismo. Un esfuerzo que siempre se sabrá incompleto.
Porque hasta el mayor adalid de la sinceridad medita desde una intención, y la intención es la brújula que orienta y el mapa que demarca nuestros pensamientos. Los mapas, mientras nos guían, perfilan también los límites de nuestro territorio.
Busco la verdad, pero quiero que la verdad me favorezca, me dé satisfacción y me ayude. No soy imparcial, nada más lejos de mí que un observador objetivo: yo busco para saber, pero porque quiero vivir. Por eso, una vez creo saber algo, lo defenderé apasionadamente, sobre todo si atañe a los pilares que sustentan mi persistencia; tanto, que si aparece una verdad que le lleva la contraria, quizá ni siquiera la vea, o bien opte por combatirla. Porque mi principal deseo es tener razón: antes de que me la quite, la apartaré a ella.
Por eso es más probable que dedique mis fuerzas a rebatir a los otros que a escucharles: podrían tener una razón que yo no tengo. Como mucho, le concederé al otro ―pero no a mí mismo― el beneficio de la duda. Si no puedo ganar la partida, procuraré dejarla en tablas: eso me evitará la dolorosa impresión de haber perdido. La búsqueda —sincera, siempre sincera— de la verdad tiene estas añagazas, y otras muchas.
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