La posmodernidad desmanteló, se ha dicho muchas veces, los grandes referentes ideológicos y éticos. Sin suelo en el que hacer pie, el nuevo dogma es el relativismo.
Cínicos y desencantados, nos hemos vuelto demasiado egocéntricos para encuadrarnos en un proyecto colectivo y entregarle el alma. En nuestro afán por desescombrar los axiomas, acabamos desbastando los cimientos. Según Lipovetsky, a la hora de la verdad, el hombre emancipado de la hipermodernidad se siente solo y perdido, sujeto al temor y a la ansiedad.
En esas estamos. La creación de un cuerpo de creencias sólido y una postura ante el mundo bien fundamentada es un trabajo arduo para el que nos faltan tiempo y paciencia. Compramos y vendemos principios envueltos en celofán; pagamos a especialistas que nos curen la enfermedad de vivir. Era más reconfortante adherirnos a una estructura ya bien armada, como la religión. Todavía hay muchos que lo hacen.
Pero si ya no estamos dispuestos a comulgar con ruedas de molino, tal vez tendremos que tomar el toro por los cuernos y acabar la tarea que empezamos. Creo que el eje de la nueva ética ―esa que tenemos que componer desde cero y por nosotros mismos― es la responsabilidad. Responsables de pensar, de decidir y de actuar de acuerdo con nuestras opciones. En vez de recitar, responder.
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