Según Erich Fromm, el verdadero amor necesita al otro porque le ama, no le ama porque lo necesita. Aparentemente, la observación es impecable, casi trivial.
El amor auténtico, nos parece, no debería apoyarse en intereses, o de lo contrario dudamos que sea amor. El sentimiento es el que me hace querer estar a tu lado, cuidarte y apoyarte y compartir. Si resulta que estoy calibrándote como recurso ―para curar mi soledad, para apuntalar mi autoestima, para que me ayudes en los estragos de la vida―, mi amor más parece transacción.
Sin embargo, tras estas fantasías alienta una visión del amor que procede del imaginario judeocristiano, o incluso de mitos más antiguos. Es la perspectiva idealizada que conservamos de aquel amor original, irrepetible, de los brazos maternos: amor que no pide, devoción pura como la fe. Ir por el mundo con tal expectativa es condenarse a una ilusión frustrante, incluso a un despotismo con respecto a los demás.
¿Cómo vamos a pretender que nos quieran sin reclamos? ¿No pedimos nosotros? El amor siempre pide, amar es hambre y apetencia. El amor se gesta en una satisfacción lo bastante intensa para desear que se repita. ¿Satisfacción de qué? De aprecio, de compañía, de alegría, de fortaleza, de atención, de reconocimiento. Enamorar es dar: si el amor no recibe, se marchita.
No hay comentarios:
Publicar un comentario