Los que apenas se inmutan por los fracasos, ¿logran esa resistencia gracias a una autoestima a prueba de vergüenzas, o es simplemente que se hallan tan ocupados en su pretensión que seguirán insistiendo lo que haga falta?
¿Se motivarán repitiéndose divisas de psicología positiva, del estilo: «me importa demasiado eso que quiero para detenerme por el hecho de que sea difícil», o bien «los fracasos son siempre una oportunidad»?
¿De veras se dedican a elucubrar esas cosas, o se limitan a vivirlas por mera intuición o sentido común? ¿No será eso la verdadera sabiduría, la acción pura y limpia de reflexiones, un acontecer con el mundo sin los tropiezos de la mente? Al fin y al cabo, pensar no sirve de nada si no se vive en consecuencia; en cambio, vivir satisfactoriamente no requiere de ningún pensamiento para justificarse: tiene sentido en sí mismo.
En fin, algunos no tenemos remedio y me temo que tendemos a pensar más que a vivir; será que hemos nacido sin sabiduría práctica. Por eso nos agobiamos por los fracasos (y por todo lo demás), y nos flaquea la autoestima, y, a veces, probamos a echar mano de fórmulas que nos ayuden a levantarnos después de tropezar. También tiene que haber gente así: somos los que mantenemos la industria de la autoayuda, los que van a terapia y leen ávidamente Más Platón y menos prozac.
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