domingo, 27 de abril de 2025

El bolero de Algodre

Lo escuché por vez primera en un disco de Nuevo mester de juglaría,
allá en la adolescencia, cuando rastreaba unas señas de identidad que no me cayeran impuestas.   

Cantos y ritos que me hablaran de anchas tierras de ancestros, del solar de mi lengua; amador rebelde frente a dicterios de desprecio y rencor. Los déspotas nos enseñan lo que no somos; lo que somos hay que buscarlo, hay que rescatarlo, hay que construirlo. 

Fue oírlo y sentir una ráfaga de aire fresco, de dulzura envolvente, de alegría en flor. «El que baile bolero tenga cuidado, que al tercer cantarcillo sea bien parado», eso entre las ráfagas de pandero y los giros de una palabra que se distraía para evocar un sueño ―«salada y olé…, cuerpo salado, ¡déjate querer!»―, para en seguida recobrar el hilo, quebrándose por en medio como una lágrima feliz, reticente y al final rendida, como una amante tímida. 

No soy castellano, pero desde entonces fantaseé la adopción: llevé ese canto pegado al alma toda la vida. Lo he silbado para darme fuerzas, lo he entonado para convocar el contento. Mucho más tarde descubrí asombrado el juego pícaro y solemne de su danza, con dos mozas por varón. Y así amparado, me he mantenido a salvo de la vergüenza de lo mío que habían querido inculcarme: ¿quién humillará esa gracia?

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