En nuestra sociedad del rendimiento, así llamada por el filósofo Byung-Chul Han, la inutilidad es un extravagante lujo; la pérdida de tiempo, un privilegio; la actividad que no produce nada, que falta a la obligación o a la norma, que se evade del cumplimiento de un deber productivo: tal proceder implica un desperdicio, casi una sedición censurable.
Pero no basta con el descanso que restaura las fuerzas para seguir rindiendo. De vez en cuando, hay que parar; desprendernos de toda productividad: perdernos en ensoñaciones, entretenernos trazando garabatos, dejarnos hechizar por la contemplación pura o la imaginación desatada. Hay algo nuestro que solo se encuentra, se expresa, se realiza en esa ausencia. Ni siquiera se trata de resistirse, ni siquiera nos mueve una intención deliberada: solo es el ser, que necesita abrir una oquedad en el hacer para que no le asfixie.
Parece que estamos ausentes, pero nunca estamos más presentes; parece una debilidad o una pérdida, pero es un enorme triunfo: de la vida contra la voluntad, de la libertad contra la imposición, de la pura alegría de existir contra el árido despotismo de los códigos. Los niños lo hacen sin pensarlo, porque aún poseen una sabiduría innata; los budistas lo hacen a propósito, porque saben que allí habitan el sosiego y el silencio.
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