Somos máquinas de desear. Así nos ha configurado la evolución. Nuestra capacidad deseante es infinita, como la imaginación de la que emana.
Siempre se puede querer algo más, o más de lo mismo. Eso hace nuestra vida creativamente exuberante. Nos ofrece mil ocasiones para el entusiasmo y la alegría, puesto que siempre se puede inventar una nueva clave para el gozo, siempre podemos ensanchar el mapa y encontrar caminos inexplorados. Como contrapartida, esa profusión perfila también nuestra inagotable capacidad para el sufrimiento. Al estar hechos para querer más, estamos condenados a recalar sin tregua en la carencia. El dolor es la colisión del deseo con sus diques.
Por eso Buda nos recomendó renunciar al deseo, para escatimarle al dolor todas las ocasiones. Pero hay otro camino, como nos recuerda Comte-Sponville evocando a Epicuro: el de desear lo que tenemos, el de disfrutar lo que amamos. Si nos hiere lo ausente, podemos alegrarnos de lo presente; si nos inquieta la pérdida, podemos celebrar la ganancia. El deseo es ilimitado: nuestra posibilidad de disfrute no. Todo no puede ser, y por eso hay que elegir, lo cual conlleva ante todo renunciar: una abdicación alegre, que se desembaraza para triunfar. En cada átomo de silencio, Paul Valéry presentía la promesa de un fruto maduro.
No hay comentarios:
Publicar un comentario