Las calles, que me alegran cuando salgo, suelen dejarme también un poso de disgusto. Se me hacen territorios inhóspitos y sucios. Lugares de paso de gente ensimismada y de alivio para perros.
Uno tiene que atravesar las aceras polvorientas sorteando basuras y regueros. No todo el mundo deja sitio para que pases, ni todos los coches se paran cuando cruza un peatón. Lo único que ilumina las calles son los negocios; pocas tienen árboles, al menos en mi pueblo; algunas las patrullan los gatos, sus legítimos habitantes.
Hubo un tiempo en que soñábamos convertir las calles en otra cosa; cuando también pensábamos que la vida iba a mejor, y que todo acabaría siendo más feliz y hospitalario. En un mundo hecho para las personas, las calles y las plazas deberían ser no solo un lugar de paso, sino ante todo un lugar de encuentro, de disfrute común, de ufana ciudadanía: el lugar público por excelencia, donde todos vamos a parar libres e iguales. Pablo Guerrero lo cantaba con esa devoción que hoy nos suena a cándida: «A abrir la calle, a tapar la calle, a vivir la calle, a soñar la calle, a cambiar la calle, a tomar la calle…» Lo común repuntaba cargado de futuro, y lo público tenía algo de sagrado. Hoy lo público se nos antoja una mustia tierra de nadie: hubo un tiempo en que aspirábamos a convertirlo en el jardín de todos.
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