Los mitos traducen en narración nuestras volubles emociones y nuestras ambiguas intuiciones. No aspiran a convencernos, sino a conmovernos.
En sus símbolos turbios y caóticos encontramos un reflejo de nuestro propio caos interno; no nos tranquilizan, pero nos secundan; no nos explican, pero nos retratan.
Los mitos son una buena lección que nos instruye en la complejidad, en esa realidad intrincada y contradictoria con la que nunca acabamos de reconciliarnos. El dogma religioso, que se impone acabado y definitivo, nos hace sentir más seguros, pero tiene siempre algo de frío e inhóspito, como todas las leyes. En los mitos, todo queda siempre inacabado y vago, como en los sueños, pero por eso se nos parece y nos llega directamente al corazón. Su verdad se basa en la fantasía y en la belleza ―a veces terrible―. Los mitos relatan y poetizan nuestra locura: la de Edipo, la de los héroes históricos y las contiendas divinas.
Hay que enamorarse de los mitos, dejar que nos seduzcan con su hechizo y su hermosura. Pero también guardarse de su poder evocador. Algunos añoran esas glorias imaginarias y pretenden convertirlas en destino; pero la fantasía no merece someter al temblor palpable de la carne. Los fanáticos se han quedado atrapados en su mito, y ansían secuestrarnos a todos en él.
No hay comentarios:
Publicar un comentario