La envidia es una vigorosa motivación. Cuestiona nuestras comodidades y nos espolea a superarnos. La excelencia de los demás nos interpela sobre la potencialidad de la nuestra; recordamos de pronto que no queremos quedarnos atrás, y eso nos pone en marcha.
Hay quien a esa envidia benigna la llama admiración, y le parece distinta de la envidia resentida, la que procura destruir lo que no se siente capaz de conquistar. Yo no veo clara esa diferencia, al menos en su meollo. Una y otra implican un malestar, más o menos intenso, pero molesto al cabo, que puede impulsarnos a la superación o bien encanallarnos en la amargura: se distinguen más por lo que hacemos con ellas que por lo que son en sí. La punzada llega sola: lo benigno o lo miserable empiezan después, cuando y como se le responde.
La envidia, como toda contrariedad, puede bloquear la lucidez o estimular la creatividad. Desde su lado creativo, nos llama a poner en marcha nuestros recursos para no sentirnos menos que los otros, para hacer valer nuestra autoestima o competir por nuestro estatus. Así que un poco de envidia bien llevada puede resultar, según las circunstancias, conveniente. A lo mejor, sin ella seríamos más perezosos y más apáticos; también, acaso, más serenos, pero una parte de nosotros anhela la aventura y la conquista. Hay que elegir.
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