Ética en el sentido de principios correctos, y en el de vida satisfactoria: una cosa habría de llevar a la otra. La rectitud es un esfuerzo que debería hacernos felices; y la satisfacción debería guiarnos en lo bueno, al curarnos del miedo, la inseguridad y la carencia. «No es posible vivir placenteramente sin vivir sensata, honesta y justamente», y viceversa.
La alegría es una actitud, una «disposición del alma». Vivir, que está lleno de dolor, no lo está menos de placer: curémonos de aquel con este. Placeres sencillos y sensatos, placeres que como llegan se van, y hay que dejarlos ir. Ética, pues, basada en el placer, pero en un disfrute inteligente que se atiene a los límites y no se apega a nada, que fluye con el río de la vida. A veces hay que moderar, otras hay que renunciar («cuando se sigue un trastorno mayor»), nunca hay que anhelar desesperadamente («más gozosamente disfrutan de la abundancia quienes menos necesidad tienen de ella»), siempre hay que estar dispuesto a desprenderse y perder («debemos curar nuestras desgracias mediante una buena disposición de ánimo hacia los bienes perdidos»).
Esa imperturbabilidad que los griegos llamaban ataraxia, y que era la meta del filósofo: «Todo lo hacemos por esto, para no sentir ni dolor ni temor».
No hay comentarios:
Publicar un comentario