Las cicatrices de la infancia, a veces, nos ayudan a descifrar las vulnerabilidades que sajan nuestra edad adulta, y por ellas tal vez merezcamos compasión, pero no disculpa. De niños estábamos a merced de todo; ser víctimas resultaba casi inevitable. De mayores podemos pensar, valorar, elegir: no es de recibo seguir blandiendo la infancia como coartada.
Somos, pues, responsables de nosotros mismos, y cuanto antes dejemos de escudarnos en condicionamientos, antes podremos empezar a construir lo que queremos. Uno mismo se hace bueno o malo con sus decisiones; uno mismo se hace feliz o desdichado. Hay que esforzarse por entender, pero sobre todo por elegir y ser consecuente con lo que se elige.
Se dirá: pero la vida nos hiere y nos desgasta. Sin duda: vivir es perder, y perder es una tristeza, como Spinoza nos explicó tan bien. Sin embargo, mientras estamos vivos, lo que cuenta no es lo que se pierde, sino lo que queda y lo que se hace con eso que queda. El milagro es que siempre queda algo, quizá mucho, y que podemos seguir apostando por la dignidad, por la bondad, por lo que nos hace fuertes y mejores.
No, ya nunca seremos inocentes. Por eso tenemos que admitirnos responsables, o sea, responder.
No hay comentarios:
Publicar un comentario