miércoles, 13 de agosto de 2025

Cicatera arrogancia

La arrogancia nunca es noble camarada. Aún menos cuando se muestra solícita.    

Nos convierte en déspotas, nos ciega a nuestras carencias, nos hace imprudentes y torpes. «Soy tan bueno que soy el mejor, así que puedes confiar en mí plenamente; hazme caso, yo sé lo que necesitas, yo sé lo que arreglará tu vida». 

Más sensata parece la humildad. La sabia humildad no tiene muy buena prensa: se la acusa de minar la autoestima. Sin embargo, sucede todo lo contrario: solo puede ser sinceramente humilde el que se acepta como es. Por eso la arrogancia no suele hablar muy bien de nuestro amor propio: quien está tan ciego como para no ver sus errores, para no detectar sus torpezas, seguramente les tiene mucho miedo. 

La arrogancia, al desconectarnos de la empatía y de la prudencia, nos hace propensos a los fundamentalismos, a la crueldad, a la precipitación y la falta de tacto. Cuando uno tiene un ataque de arrogancia, hay que prepararse para meter la pata. Es lo que Johnson llama la inflación. Se la ha asimilado a un vicio capital: la soberbia. En realidad, el soberbio insinúa vulnerabilidad y prevención. También soledad: quien se siente amado no necesita mostrarse petulante. El amor es la mejor cura de la arrogancia, como de tantas otras malicias y debilidades. Se ama con humildad y deferencia.

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