La pena duele, pero, ¿realmente preferimos la alegría? Nos lamentamos de los sinsabores de la vida, pero, ¿no hay algo de confortable refugio en el lamento? ¿Por qué los pesares inspiran una inmediata complicidad, y en cambio la alegría nos resulta incómoda y ruidosa?
La alegría pide acción; es tan grata como inestable y expuesta. Está saturada de vida, y como ella quiere sacudirnos y arrastrarnos. No es extraño que despierte más prevención que la tristeza, que es blanda y estática, un paréntesis de la vitalidad y por tanto quietud, retiro, casi ausencia. Uno puede recostarse en la tristeza y no hacer otra cosa; en ella se puede evitar casi todo y no esperar casi nada; con ella, uno sabe a qué atenerse, todo resulta más previsible y por eso más seguro. Al triste no se le piden explicaciones, no se le plantean desafíos; se le excusa más fácilmente si no cumple sus deberes. La tristeza arropa como una manta en invierno; la alegría estremece como una ducha fría. La alegría se marcha pronto y sola. A la tristeza hay que echarla. El depresivo se ha hundido en su viscoso hábito.
Spinoza basó toda su ética en una noción energética de la alegría: «pasar de una menor a una mayor perfección». Esa transición requiere voluntad y esfuerzo; la tristeza, a la inversa, solo pide dejarse caer. Hay que sobreponerse a la facilidad de la tristeza.
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