Hay que sufrir, porque la vida no está siempre de nuestra parte. Hay que sufrir, a veces, para poder convertirnos en conquistadores. Hay que sufrir, en fin, o no sabríamos lo que vale la dulzura.
Padecimiento obligado, acaso intrínseco a la máquina del mundo; pero no por eso vamos a quererlo ni a elogiarlo. Nos resignaremos a pagar el arancel que reclama, procurando, como los epicúreos y los estoicos, que nos perturbe lo menos posible. No le entregaremos ni un ápice de más. El sufrimiento preciso tal vez nos honre; el sobrante, nos humilla.
Hay que vigilar al sufrimiento, no vaya a abusar de nuestra indefensión. Montaigne soportaba sin rechistar sus cólicos nefríticos, mientras se afanaba en buscar pistas para el buen vivir. Nietzsche padeció grandes dolores, e intentó amarlos ya que no los podía impedir; pero aconsejaba el aire saludable de las montañas, y escudriñó sin tregua las rutas de la alegría.
Queremos lo correcto, pero el dolor nos avisa de que tal vez no lo sea, o hace que deje de serlo. El dolor fue puesto para avisar de que algo anda mal. A menudo sufrimos más de la cuenta: por ignorancia, por obcecación, por desespero. Los estoicos animaban a aguantar el sufrimiento, pero solo si no podía evitarse: puro sentido común. Si sufres, hay algo por curar.
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