Imagino al buen Heráclito bañándose una y otra vez en el río para comprobar que nunca era el mismo. Ese carácter fugaz de todo lo existente hace la vida fascinante y áspera.
La flecha del tiempo avanza, ensartándonos a todos en una misteriosa unidad mientras se nos lleva por delante. En esa permanente transformación, creadora y destructora, cobra sentido la invitación de Horacio: Carpe diem. Cada día tiene su flor: dichosos los que saben disfrutarla antes de que se marchite. Dichosos los que saben florecer antes de marchitarse; los que saben, en fin, languidecer con dignidad. El carácter transitorio de la vida hace cada gesto urgente y trágico.
La religión opone una resistencia imaginaria a la caducidad, saliéndose por la tangente. Muchos prefieren consolarse a saber, y no se les puede reprochar: nunca nos resignamos del todo a perder, nunca aceptamos del todo que lo que amamos sea efímero. La lucidez es amarga y nos enfrenta al absurdo, como indagaron los existencialistas: ¿vale la pena algo tan frágil, tan condenado como la vida? Sísifo podría renegar de su destino. Y, sin embargo, Camus lo concibe contento: dueño de su actividad sin trascendencia, dispuesto a cumplir la delirante tarea que le han encomendado los dioses. La eternidad no reside en el futuro, sino en el presente, cuando elegimos la lucidez.
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