La amistad, como el amor, a veces termina. Sencillamente. De golpe, o, más a menudo, languideciendo lentamente como un crepúsculo.
Pequeñas diferencias, leves conflictos, nuevos intereses: lo que antes nos fascinaba, ahora nos aburre o nos molesta; donde había admiración, tal vez ahora haya decepción; la atracción se ha ido escorando hacia la indiferencia.
La amistad pide cuidados, pues es más frágil y condicional de lo que parece. Más de un amigo se ha ido velando tras las nieblas de la lejanía por no haberlo atendido en su momento. «No dejes que crezca la hierba en el camino del amigo», avisa el refrán. Como en la alquimia, la magia de las relaciones se invoca con tarea.
Pero, incluso para el más solícito de los amigos, a veces surge el distanciamiento. Porque la vida es un río que nunca vuelve atrás, como decía Heráclito. Todo cambia, y nosotros con todo, podríamos añadir parafraseando al Kempis. Lo que un día nos unió, ahora no cuenta tanto, o nos une a otros.
La experiencia nos enseña que aferrarse a las estimas suele ser poco fructífero, y que a menudo provoca, incluso, el efecto contrario. Hay que cuidar primorosamente el jardín de los afectos, pero sabiendo que allí solo somos unos invitados, dejándolos hacer y aceptando, llegado el caso, que suene la hora de despedirse.
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