sábado, 7 de agosto de 2021

Spinoza

Baruch Spinoza, hijo de judíos exiliados y expulsado a su vez de su comunidad, debía soñar, mientras pulía cristales en su taller solitario, con un mundo de hombres dignos y felices, con una verdad geométrica que liberara a las personas de sus cadenas imaginarias.


Sabía que no hay mayor peligro que una fantasía ignorante o malintencionada. No podía concebir la trascendencia, y opinó que Dios se despliega en el universo visible. Por eso descartaba el libre albedrío, como buen adalid de la verdadera libertad: cuando todo sucede por determinismo, hay que amar en cada elección la profundidad de lo inexorable.

Spinoza ―con una sangre fría un tanto inquietante, como dice Savater― no se interesó por una moral legislativa, sino por una ética a favor de la vida. Todo es Dios, luego todo tiene que ser bueno, y quizá también malo; o, mejor, como diría Nietzsche, todo está más allá del bien y del mal. Lo que importa es el conato, la fuerza que impulsa a la preservación, y que, nutriéndose de lo que está a su favor, se alza mientras puede frente a los vientos contrarios. Un día, una colisión la hará naufragar, pero eso no importa demasiado: el mundo seguirá adelante, expandiéndose entre sacudidas, lleno de ruido y furia pero sobre todo de apasionada alegría. 

2 comentarios:

  1. Spinoza.... siempre tengo en mente volver a releerlo. Pero, tempus fugit.

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  2. Sí, y además es de aquellas lecturas a las que hay que dedicarles tiempo. A mí me pasa igual. Pero es de aquellos pensadores que, una vez te cala su reflexión, ya no puedes dejar de tenerlos presentes. Tempus fugit, gracias por dedicar el tuyo a dejarme esta intervención.

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