El paseo, sobre todo por caminos de tierra, entre bosques y serranías, es para mí el más benévolo de los aliados del cuerpo y del ánimo. El paseo nos inspira la serenidad del tiempo ajeno a los relojes, de la actividad sin más meta que ella misma. El paseo nos rescata del hormigón que nos sepulta, nos ofrece perspectivas más amplias y recovecos vivos.
Somos seres hechos para el camino y la distancia, que nos inquietan y nos atraen, y en ellos tenemos la oportunidad de recuperar una noción de identidad hecha de nostalgias y presentimientos. La mente vaga de acá para allá, se queda prendida en una flor o en una roca, y volvemos a sentirnos un cuerpo, pura materia desnuda de la maraña mental, en contacto con una verdad primitiva que nos limpia de artificios, que no pide palabras aunque tal vez las inspire.
Y han sido los artistas y los filósofos, sobre todo los románticos, quienes recuperaron para nosotros la belleza del paseo vespertino, o quizá la inventaron: Rousseau con sus ensoñaciones, Prudhomme con sus estampas, Machado con sus sugestiones, Hesse con sus meditaciones… Paseo solitario o en compañía, oportunidad del silencio o de la palabra amiga, para nuestra vocación de huidas y de encuentros.

Comparto esta afición peripatética, sana y reflexiva
ResponderEliminarHay una poderosa tradición de paseantes reflexivos. Epicuro ya lo practicaba con sus discípulos en el Jardín. Acertada tu mención de los peripatéticos. Y no me perdono haber dejado de mencionar la célebre sentencia de Nietzsche: "Solo tienen valor los pensamientos paseados". Hipótesis provisional: filosofar es pasear. Saludos.
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