Si algo da valor a nuestra fútil existencia es la pasión que ponemos en ella. «Polvo seré, mas polvo enamorado», escribió Quevedo en uno de sus más hermosos sonetos.
Ahí se resume el sentido: no parece tan terrible que todo acabe en polvo, si hubo amor. Si nuestra presencia puso en el mundo el deseo, el esfuerzo, la batalla, la tarea. Tagore dijo algo parecido: «Sé que amaré la muerte como he amado la vida».
Lo que prevalece del dolor no es lo que él nos hace ―es solo sufrimiento, o sea, miseria―, sino lo que nosotros hacemos con él: como los alquimistas, procurar convertirlo en oro. Crecemos cada vez que plantamos cara al dolor, cada vez que lo acogemos y resistimos. Crecemos, claro está, para nosotros mismos, pero con eso es suficiente. Porque somos nosotros, al fin, quienes tenemos que encontrar valor en nuestra presencia.
Lo que da valor a la vida es lo que cuesta y nos obliga a persistir. Persistimos porque amamos: es del amor del que sacamos las fuerzas. Pero también amamos porque persistimos: al perseverar y al entregar nos encontramos en lo amado. El zorro se lo dijo al Principito: lo que da valor a tu flor es el tiempo que le has dedicado. Florecemos al volcarnos en algo con todo nuestro ser, fructificamos al amar.
Somos puro deseo... aunque no todos deseamos lo mismo, ni con la misma intensidad.
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