Queremos creer que nuestros actos son fruto de nuestra voluntad, y sin duda hay voluntad en la mayor parte de ellos (incluso voluntad no del todo consciente), pero no tanta, o no tan decisiva, como pretendemos.
Al menos no voluntad propiamente nuestra, de ese que consideramos nosotros, de lo que identificamos como sujeto de la voluntad y que en realidad es a menudo más bien su ejecutor. Seguramente a eso se refería Foucault al afirmar que «el hombre ha muerto»: hoy lo que se tambalea es el sujeto cartesiano, esa individualidad que se creía dueña de sí misma, de sus pensamientos y sus actos.
El psicoanálisis ya nos sugirió la inmensa complejidad oculta en nuestro ser, en sus motivaciones y su torbellino de fuerzas interior, ese iceberg del cual el Yo es solo la punta. Las ciencias biológicas y humanas han ido desarbolando cada vez más la supuesta consistencia compacta que se atribuía a la identidad, mostrando hasta qué punto lo que somos ―lo que pensamos, lo que sentimos, lo que hacemos― está condicionado por tensiones e influencias, desde dentro y desde fuera, desde los genes y desde el ambiente. En definitiva, cada persona es mucho más que ella misma, o bien mucho menos ella misma de lo que cree ser, y las henchidas velas de la voluntad están atravesadas de remiendos.
El yo (la identidad) como superstición humana... como nuestro cuerpo creó la ficción de ser algo inmutable, causa de "nuestra" voliciones.
ResponderEliminar<gran tema!!
Una superstición, supongo, inevitable, pero que hay que cuestionar continuamente, dada nuestra tendencia a creérnosla...
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