La vida siempre es difícil. Sus aguas se precipitan bravas y frías desde las altas cumbres, mordiendo tiempo abajo la intemperie de nuestra carne y desbaratando la geografía de nuestro espíritu. Si a veces no la vemos es porque se infiltra en las profundidades, royendo los cimientos, haciendo un trabajo de zapa que, por oculto, resulta más funesto.
Incluso cuando la brisa es dulce, incluso cuando nos envuelve el silencio, persiste un pulso clandestino, un silencioso ceder de profundidades que prepara el desmoronamiento.
La vida nos somete a sus trabajos y a sus tempestades. Esa es la condición: que lo que es, sea contra el infinito. Lo bueno escasea, lo grato es caro. A menudo, ilusos, olvidamos esa ley: quizá no se pueda vivir permaneciendo siempre de cara a la verdad. Es fácil acomodarse en la holgura, y creer que durará. Pero en seguida vienen la escasez o la guerra a recordarnos qué frágil equilibrio sustenta nuestros sueños. Y nuestros lamentos son solo la prueba de lo poco que sabíamos o lo mucho que no queríamos saber.
Pero, en fin, ahí está el dolor, ahí está el hambre. Vivir es perder: perder es vivir. Ahí estamos nosotros, aun con el alma rota. Los días tristes también son nuestra patria. Nos quedan manos y afán para levantar un nuevo cobijo en medio de los páramos.
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ResponderEliminarDesconocido amigo, tu conciso comentario me parece justo. Cuando escribí esta entrada se me antojó muy inspirada y poética. Ahora que la he releído a través de tus interrogantes, temo haber abusado de retórica. Cuando las palabras ahogan el mensaje, el texto ha fracasado. Te agradezco que me hayas cuestionado. Un saludo.
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