El roble centenario

Cerca de mi pueblo hay un roble centenario. A menudo paseo hasta él, me arrellano bajo sus frondosas ramas y sueño ―o reflexiono, que es otro modo de soñar―.

Mi roble tiene algo sagrado, y por eso me siento peregrino. Su presencia robusta y plácida me hace sentir seguro y en paz, como el abrazo de un padre. A su sombra, parece que el roble fuese lo único real, como si el resto del mundo (incluido yo) se diluyera en el rumor del bosque o el canto de los pájaros.

Al amparo de mi roble no se resuelven los problemas, pero qué más da; uno puede contemplarlos sin oponerles su resistencia, pájaros que planean entre las nubes, hojas que agita el viento. Como dijo aquel maestro zen: sigo sufriendo, pero ya no me importa. 

Al amparo de mi roble me siento capaz de perseverar por puro gusto, sin necesidad de esperanza. ¿Qué tengo yo que ver con el futuro, si no anda por aquí? El tiempo es una llama que se consume, pero ahora enciende con su danza la mañana… 

Al amparo de mi roble aprendo que da igual caer aquí o allá o en cualquier sitio, hacer esto o aquello, conseguir o perder, empezar o acabar. Aprendo que simplemente aquí estoy, y que vivir consiste en la belleza de quedarse un rato más.